Pareciera que los términos “Empresas B” y “Comercio Justo” fueran la nueva terminología de una especie de “moda económica hippie”, pero la verdad es que bajo estos conceptos subyace una teoría económica que data ya de varios años.

El modelo económico social y solidario, también denominado “Otra Economía”, como contraposición a la economía capitalista de libre mercado, tiene sus raíces, para Pérez de Mendiguren, Etxezarreta y Guridi (2009), en las teorías ideológicas del siglo XX, como son el cristianismo, la teoría socialista, anarquista y social-cristiana, surgiendo como formas de organización de la clase trabajadora, por medio de la cual se buscaba cubrir carencias y necesidades que en sí mismas no eran satisfechas ni por el estado ni por el mercado, pero que además contaban con una particularidad sociocultural y política, pues daban sentido de pertenencia a una colectividad y a un destino común, y a la vez perseguían la ruptura de la economía capitalista. Durante el periodo de posguerra, la economía social evoluciono a la luz de las características fordista de la época, dejando de lado las implicancias políticas, y relevando otros aspectos claves, como la eficiencia económica y la competitividad, surgiendo las cooperativas de consumo, de producción, y mutualidades de protección social y crédito. A fines de los años 70, la economía social se siguió expandiendo por gran parte de Europa (Francia, Portugal, Bélgica, España) y Latinoamérica (Chile, Brasil, Argentina y Ecuador) como una forma de responder de manera solidaria a la pérdida de la capacidad de generar empleo y del papel regulador y dinamizador de los Estados nacionales. Así, en Latinoamérica el concepto de economía solidaria aparece a principios de los años ochenta de la mano del economista chileno Luis Razeto (1984), para quien la solidaridad debe ser integrada en todas las fases del ciclo económico, de manera que se debe producir, distribuir, consumir, acumular y desarrollar con solidaridad.

Así, la solidaridad, la cooperación y la reciprocidad son tomadas como fuerzas económicas efectivamente existentes en la realidad social y con posibilidades de crear nuevas formas de hacer economía socialmente eficaz y eficiente. En el plano de la producción, lo relevante, más allá del trabajo por sobre el capital, es lo que se denomina el “Factor C”, esto es, el cooperativismo en el trabajo. En cuanto a la distribución, son la reciprocidad, la redistribución y la cooperación las que determinan la circulación y la asignación de recursos productivos; y en lo relativo al modelo de consumo, enfatiza el cambio en la cultura actual de satisfacción de las necesidades por una opción hacia la austeridad y simplicidad, compatibilizando modelos de consumo y cuidado del medio natural, por intercambios justos y por una mayor proximidad entre producción y consumo.

Organizaciones de economía social y solidaria, como cooperativas y mutualidades, han demostrado durante décadas capacidades para hacer frente al reto de gestionar diferentes intereses e identidades, perspectivas y formas de pensar, pero con la necesaria coherencia. Prueba de ello es hoy la existencia de una notable variedad de empresas y organizaciones que se sitúan entre la economía pública y la economía capitalista, con variedad de figuras jurídicas y organizativas, que hacen uso de recursos mercantiles y no mercantiles, que combinan la lógica del mercado junto a la de la solidaridad y la redistribución, y que incorporan sistemas de gestión interna también muy variadas.

De este modo, la economía social y solidaria potencia el desarrollo local porque surge desde el territorio, desde sus gentes y organizaciones, utilizando sus recursos endógenos, fomentando las capacidades locales para la creación de un entorno innovador, dando respuesta a las necesidades de la comunidad, y permitiendo, de esta manera, un real desarrollo comunitario.

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